—Qué manera de empezar mi investigación —dije, entre los dientes, mientras toda la clase aún pensaba en las suyas—.
Entre el carbón del lápiz rozando cada línea de mi cátedra y las ideas fluyendo en mi cabeza, ya todo mi marco teórico estaba planteado. Era el más adecuado para las exigencias de la materia. Solo me faltaba pasarlo a un formato digital.
Ya que había terminado esa parte, miré hacia atrás. Laura aún tenía sus papeles vacíos. Aunque ese vacío se estaba emulando en su rostro bronceado de santiaguera, sin ninguna razón aparente. No entendía su estado. Anoche hablamos de lo más normal y nos habíamos pasado veinticinco minutos hablando de todo el menester de esta clase, y de mi posible marco teórico. Ella aún no había escogido su tema y me dijo que iba a investigar más para poder delimitarlo. En ese momento, me cerró. Eran apenas las ocho de ese lunes por noche y en el Gran Santo Domingo todavía era temprano.
Luego de dar esa retrospectiva, detuve la corrida olímpica que estuve realizando con el lápiz por todas las líneas de mi cátedra y me decidí a preguntarle qué le pasaba. En el marco de las amistades, existen ciertas normas que, dejando la humanidad a un lado, deben ser seguidas religiosamente. Por inherencia, la clase de Seminario Monográfico Clínico I no es la más interesante de todas, ni tampoco la más divertida, pero mi tema me encantaba: El cuadro psicológico de mujeres que no pueden tener hijos. Eso decía. Imagínense, debe ser devastador. Ser despojada de la habilidad de concebir, ni sentir entre tus brazos el fruto de nueve meses de puro trabajo/sacrificio.
—Laura, por favor, extérnale a la clase tu tema. Ya que te veo en Belén con lo’ pa’tore’[1] —dijo la profesora—.
—Bueno, eh, aún no lo tengo bien estructurado. Me explico profesora. Anoche me reuní con quien sería mi paciente. Una mujer hermosa, con todos sus atributos bien distribuidos, inteligente y trabajadora; el epítome de una mujer independiente. Meses antes, ella me había preguntado si podía ayudarla con un tema familiar. Le respondí que no, en ese entonces, era apenas una pinita en la universidad. Después algunas margaritas en un bar de la Zona Colonial, me dijo que ya no podía más. Entre lágrimas. Pensé que se trataría de un tema de muerte de un pariente muy cercano o una de esas trivialidades que, con un poco de evaluación de la conducta, se pueden resolver fácilmente.
—No puedo más con él. Aún lo amo, pero no sé qué hacer. Me vive diciendo qué va a cambiar, pero vuelve y lo hace.
—Pero, ¿qué es lo que hace? —le preguntaba—.
—Te cuento. El otro día, luego que te dije que nos reuniríamos para ayudarte con tu tarea; llegué a casa, un poco pasada de tragos, lo admito. Pero él pensó mal de una vez, no me dio un lapso para explicarle. Solo vi cómo se abalanzaba sobre mí y me pegaba, me pegó muy fuerte, no sabes cuánto. Al rato, se calmó y fuimos a la habitación. Hicimos el amor, ya ni sé. Me martilla la consciencia el hecho que siempre me dice que no llame a la Fiscalía. Temo por mis hijos. Gracias a Dios nunca están en casa cuando nos peleamos —me decía, hiperventilando—.
—Si usted hubiese visto profe’, veía su seriedad, ya no era una escena de esas novelas de mala muerte. Era un asunto de verdad y que, aparentemente, ella quería que tratara. Le recomendé que no escatimara esfuerzos para depositar la querella, tratando de desvincularme de su situación y no sentirme, de cierta manera, responsable; fue inútil. Sus respuestas fueron rotundas:—NO, NO, NO. Es que no quiero que los niños sean afectados. —me gritaba—.
—Además, no sabes de lo que es capaz. ¿No lees los periódicos? Todas esas esposas que son muertas a mano de sus supuestos esposos por ir a querellarlos. No quiero ser una más de las estadísticas.
—Gracias a Dios, nadie nos escuchaba por la música en el bar. Le contemplaba una mirada de ilusión, pero encarcelada en el castillo en el aire que le habían construido. Me contaba que él era adorable, trabajador, muy atento, tenía sus problemillas, pero con el tiempo se irían. La noche seguía pasando. La abracé con todas mis fuerzas para que sintiera mi apoyo, aunque lo hice con ciertas dudas y nos despedimos. Cada una tomó su rumbo. Al llegar a casa, me pasé la madrugada completa pensando en toda la conversación y la responsabilidad del caso. En la mañana, en mi cubículo de la oficina, me preguntaban que me pasaba. Nada respondí. —Laura calló repentinamente—.
—Interesante. Esto me recuerda a una joven de un grupo del semestre pasado que se me había acercado con una historia parecida. Un cuadro de estudio impresionante, pero el juramento hipocrático me prohíbe explicarles con detalles; se dice el pecado, no el pecador, dicen. Pero estos casos son tan habituales en nuestra media isla. Entonces, ¿qué piensas hacer, Laura? —preguntó la profesora—.
—Posiblemente deje el caso. Creo que no me siento capaz de llevarlo por todo el peso moral que conlleva. Además, es un caso muy complejo de tratar, sabiendo que no tengo experiencia en el área.
Al escuchar todo esta trama, todo el curso se quedó atónito. Duramos como quince minutos en completo silencio. Me levanté de mi butaca, con todos mis papeles y los tiré a la basura. Mi tema no era tan genial después de todo. Creo que no vale la pena tener un hijo si no estás en paz contigo misma. Cuando me volví a sentar, a Laura le sonó el celular. Era un mensaje de texto:
—Qué mensaje tan extraño —murmuraba—.
—…
—Pues, muchachos, saben que deben traerme esta parte de sus investigaciones lista para la próxima clase, junto con su planteamiento del problema. Nos vemos la semana que viene. Pasen buenas tardes —así se despidió la profesora—.
Al recoger todos mis útiles. Me había quedado sola con Laura y hablamos un rato acerca de todo ese suceso de anoche:
—¿No piensas ayudarla? —le decía—.
—Es que es demasiado para mí. No puedo ni con mi propia vida y no estoy dispuesta a llenarla con problemas que no me incumben. Solo quiero pasar esta materia.
—Cada loco con su tema —callé para no molestarla más—.
Cuando decidimos salir del aula y llegar a nuestra próxima clase, vimos todo un tumulto frente al edificio que daba a la entrada del campus. Corrimos hacia allá y una muchacha estaba gritando, diciendo:
—Yo le dije que todo se podía solucionar. Que él no valía la pena y que no era necesario todo esto. Solo dejó esta carta al pie del árbol, junto a su celular.
Cuando miramos hacia arriba, nos pasmamos. El cuerpo de la amiga de Laura colgaba desde lo alto de la mata de mangos. Hasta a mí me impactó la escena. Me fijé en su rostro y, al darme cuenta que la conocía, me apuñaló el corazón.
Leticia, antigua compañera de su colegio en la Ciudad Corazón, quien se casó forzosamente con Jorge, mi mejor amigo de la adolescencia, luego de tener un año de amores, al saber que ella estaba embarazada. Desde pequeños traté de ayudarlo con su problema de ira, pero, por consejo de mis padres, me recomendaron cortar todo tipo de laso de amistad con él. Me fue indiferente; eso trataba de simular. Como ella era amiga de Laura, una vez nos comentó acerca de su infancia y por qué decidió venir a la capital a estudiar; entre las conversaciones, nos habló de su novio, Jorge, y me di cuenta que era el mismo de hace años. Qué patio es nuestro país.
—… —exhalé—.
A pesar de la revisión de su estado, no había ninguna esperanza cuando la pudieron bajar. Se había desnucado por completo. Todo el mundo se había ido del lugar y, Laura y yo nos quedamos al borde del árbol. Tomé el celular de Laura y busqué los mini-mensajes; leí el último que recibió. Era un recado, su despedida. Busqué mi celular en uno de los bolsillos de mi cartera. Marqué:
—Buenas, ¿Fiscalía? Una pregunta, ¿es suficiente prueba un mini-mensaje para poner una querella?
[1] La frase denota poco de atención a un cierto asunto del momento.